Retrato de un inquisidor

Conocí a Hildebrandt como muchos, a través de la televisión, diez, once de la noche, no recuerdo bien, yo era muy niño. Mi abuelo se sentaba en el sofá a ver a ese señor que dominaba el lenguaje con tal majestuosidad que me hechizaba. Hablaba como si se hubiese comido la biblioteca de todos los demás, sin dejar migajas. Desentonaba en esa pantalla.

Mi abuelo era el que se sentaba en el sofá a ver a ese señor que dominaba el lenguaje con tal majestuosidad que me hechizaba.

Me quedaba admirando la habilidad casi pugilística de rodear con inteligencia a su entrevistado, la destreza para mantenerse inalterable y llevar a que sea el otro quien poco a poco vaya retirándose las máscaras con las que impostan los políticos.

 

Pero lo más interesante de su programa eran las notas y entrevistas que esquivaban lo político. Recuerdo mucho una que hizo sobre José María Arguedas, inicia con un violinista en fondo negro tocando “La agonía del danzante de tijeras”, con frases sobrepuestas del “El zorro de arriba y el zorro de abajo”. Este tema fue la que pidió el escritor, antes de suicidarse, se tocará en su funeral. Lo demás de la nota te permite ver a ese Arguedas al que solo accede alguien que ha sufrido leyéndolo. Viviéndolo.

 

Su renuncia en vivo fue una ópera, una loa a la dignidad periodística. La televisión lo expulsó varias veces y varias veces lo llamó. Son sus galardones. Ahora publica cada semana en su semanario “Hildebrandt en sus trece”, su bastión.

Retrato de un inquisidor

Así que, con toda esa admiración que me representa César, enterarme que la pintura al óleo que le hice sería portada de sus memorias, fue de esas noticias que se convierten en regalos de la vida.

Periodismo y cultura

Al leer sus memorias, confesiones extraídas por Rebeca Diz, además de ingresar a la vida íntima de Hildebrandt, extrañas una época, es ver un país que se reduce con personajes sin reemplazo, y comprobar que la cultura y el periodismo cada vez más se disocian irremediablemente.